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ISSN 1989-4163

NUMERO 85 - SEPTIEMBRE 2017

El Imán

Joaquín Lloréns

El imán de Inca era un hombre persuasivo y poderoso. No en vano, su nombre era Abdul-Azîm, «siervo del poderoso». Tras el Yumu'ah, el salat de los viernes, en que la participación de creyentes era más numerosa, sus exhortaciones eran exaltadas y más parecía ser portador de las amenazas de Alá que un comunicador de su fe. Los musulmanes que le escuchábamos en Masjid Alfajr nos dejábamos llevar por la energía de sus palabras y abandonábamos la mezquita con el fervor por Alá y la rabia por los infieles que invadían nuestros países y masacraban a los creyentes.

Poco a poco, Abdul-Azîm fue congregando un pequeño grupo de jóvenes, entre los que se encontraban mis amigos Mahmûd, Muhammad, Salîm y yo mismo. Las reuniones solían ser en el patio de su casa, lejos de la mezquita donde oídos indiscretos podían escuchar sus arriesgadas palabras. Nos hablaba de la Guerra Santa que los más santos musulmanes estaban librando contra los kafir, los infieles. Semana a semana, los que allí acudíamos, nos íbamos exaltando más; nuestras ansias de vengar a nuestros hermanos que luchaban por la fe de Mahoma aumentaban. A todo ello se añadía la emoción de estar compartiendo algo peligroso y secreto que, según Abdul-Azîm, nos acercaba a Alá y a la Yanna, el paraíso que Mahoma nos tenía reservado. Alguno vio vídeos del ISIS y los compartió con los demás. Poco a poco, nuestro mayor anhelo era emular a  aquellos valientes paladines de nuestra fe. Reconozco que a mí también me tenía magnetizado el Imán y era uno de los más proclives a seguir los pasos de nuestros soldados mártires. Algunos de nosotros ya buscábamos el medio de ir a Siria y juntarnos con ellos. Otros proponían imitar a nuestros hermanos de Barcelona y luchar por nuestra fe aquí mismo. Todos nosotros comenzamos a portar siempre encima un cuchillo. Nunca se sabía cuando Alá nos permitiría matar en su nombre.

Hasta que un día encontré a mi hermana Afaf, que hacía honor a su casto nombre, llorando desconsoladamente en su habitación. Durante un buen rato, se negó a explicarme el porqué de sus amargas lágrimas. Poco a poco fue confesando que alguien había abusado de ella. Mi rabia y mi furor, hasta ese día enfocado en los infieles y en los enemigos del Islam, se revolvieron en ese instante. Le estuve insistiendo en quién había cometido ese ultraje. Lo mataría. En mi corazón estaba deseando que fuera alguno de aquellos españoles que acudían al colegio, jóvenes sin fe ni moral. Mis charlas con el grupo de acólitos del imán me empujaban a vengarme con su muerte y sabía que mi Dios me acompañaba. Tuve que recurrir a las amenazas más virulentas para Afaf confesara el nombre de su violador. ¡Cuál fue mi estupor y mi incredulidad cuando me juró por lo más sagrado que había sido Abdul-Azîm!

No podía creerlo. Incluso estuve a punto de golpear a la indefensa Afaf, pero su sumisión y sus desgarradores llantos me hicieron comprender que sus palabras eran ciertas. ¡No podía ser! Sí, los curas católicos hacían esas cosas o aún peores. Continuamente aireaban esas cosas en los periódicos. ¡Pero un imán!

Durante una semana mi alma estuvo zozobrando y evité a mis amigos, que no podrían dejar de leer en mi rostro lo que sucedía en mi corazón. Solo abandonaba mi casa por la noche, donde no esperaba encontrar a mis amigos. No sabía qué hacer ni a quien confiar mi horror. ¿A quién podía confesar que mi familia estaba deshonrada? ¿Quién me creería cuando dijera quién era responsable de ello?

Quiso Alá que al quinto día, al salir de casa, me diera de bruces con Abdul-Azîm.

- He venido a ver si va todo bien. Hace días que no apareces por mi casa y tus amigos tampoco saben nada de ti. ¿Va todo bien? –preguntó, y por su mirada vi que lo que le preocupaba era si no se había enfriado mi ardor religioso. Comprendí que lo sucedido con Afaf ni siquiera ocupaba un resquicio en su cerebro.

- No, no va bien. Has deshonrado a mi hermana y a toda mi familia. ¡Alá te castigará y te arrojará al Yahannam!

Durante un instante, Abdul-Azîm se quedó en silencio mirándome. A los pocos segundos, una cínica sonrisa se estiró por su rostro.

- Mi pequeño Hashim. Eso no tiene ninguna importancia frente a la lucha que tenemos por delante por nuestra fe. Es solo una mujer. Debería estar feliz de haber servido de solaz a quien tanto está haciendo en esta población por nuestra fe.

La ira nubló mi entendimiento. Me recuerdo contemplando fuera de mí mis actos. Mi brazo se introdujo por dentro de la túnica al salir, mi mano sujetaba con firmeza el cuchillo. Sin mediar palabra, lo clave una y otra vez en su estómago y en su pecho, hasta que, agarrándose, se cayó en el suelo donde farfulló algo que no entendí y expiró. Dejé caer el cuchillo y me quedé allí parado. No sé cuánto tiempo. Al volver en mí, unos policías me introducían en un furgón. En la comisaría, confesé todo… menos lo ocurrido con Afaf. De forma sorprendentemente natural, fueron los propios policías los que me hicieron confesar que su muerte había sido debido a que era la única manera de evitar que mis amigos se convirtieran en asesinos y, hasta el juez que me juzgó, demostró una gran comprensión por mi acto. Era aún menor, por pocos meses, así que pocos meses después ya estaba de nuevo en la calle. Incluso nos ayudaron a mi familia y a mí a cambiar de residencia a fin de que la comunidad musulmana de Inca no nos hicieran imposible la vida.

Ahora vivo en otra provincia. Nos ayudan con una subvención y nos han dejado cambiar de apellido para que no quede rastro de mi acto y, aunque ellos no lo saben, para que la deshonra de nuestra familia sea un secreto solo entre Afaf y yo.

 


El imán

 

 

 

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